"El movimiento ayuda al desarrollo psíquico y este desarrollo se expresa a su vez con un movimiento y una acción." María Montessori

miércoles, 21 de marzo de 2012

El mejor profesor para Pennac

Releyendo el libro de "Mal de escuela" nos hemos dado cuenta de que Pennac, como nosotros, también tuvo ese "mejor profesor", os dejamos aquí el capitulo en que lo cuenta:

Basta un profesor —¡uno solo!— para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.
Es, al menos, el recuerdo que conservo del señor Bal.
Era nuestro profesor de matemáticas en bachillerato. Desde el punto de vista de la gestualidad, lo contrario de Keating; un profesor muy poco cinematográfico: oval, diría yo, con una voz aguda y nada especial que atraiga la mirada. Nos esperaba sentado a su mesa, nos saludaba amablemente y, desde sus primeras palabras, nos adentrábamos en las matemáticas. ¿Con qué estaba hecha aquella hora que tanto nos retenía? Esencialmente con la materia que el señor Bal enseñaba y que parecía habitarle, lo que le convertía en un ser curiosamente vivo, tranquilo y bueno. Extraña bondad, nacida del propio conocimiento, deseo natural de compartir con nosotros la «materia» que arrobaba su espíritu y de la que no podía concebir que nos resultara repulsiva, o sencillamente ajena. Bal estaba amasado con su materia y sus alumnos. Tenía algo del ánimo cándido de las matemáticas, una pasmosa inocencia. La idea de que pudieran montarle un buen follón jamás debió de ocurrírsele, y las ganas de burlarnos de él nunca nos pasaron por la cabeza, tan convincente era su gozo al enseñar.
Sin embargo, no éramos un público dócil. Ni demasiado cordiales, como si todos hubiéramos salido del basurero de Djibuti. Recuerdo alguna pelea nocturna, en la ciudad, y ajustes de cuentas internos todo menos tiernos. Pero, en cuanto cruzábamos la puerta del señor Bal, parecíamos como santificados por nuestra inmersión en las matemáticas y, pasada la hora, cada cual regresaba a la superficie mathematikos.
El día de nuestro encuentro, cuando los peores de nosotros habían alardeado de sus ceros, él había respondido sonriendo que no creía en los conjuntos vacíos. A continuación, hizo unas cuantas preguntas muy sencillas y había considerado nuestras respuestas elementales inestimables pepitas de oro, algo que nos había divertido mucho. Luego escribió en la pizarra el número 12, preguntándonos qué estaba escribiendo.
Los más despiertos habían buscado una salida.
—¡Los doce dedos de la mano!
—¡Los doce mandamientos!
Pero la inocencia, en su sonrisa, realmente desalentaba:
—Es la nota mínima que tendréis en el examen de bachillerato.
Añadió:
—Si dejáis de tener miedo.
Y más aún:
—Por lo demás, no lo repetiré. Aquí no vamos a ocuparnos del examen de bachillerato, sino de las matemáticas.
De hecho, no nos habló ni una sola vez del examen. Metro a metro, dedicó aquel año a sacarnos del abismo de nuestra ignorancia, divirtiéndose en hacerlo pasar por el pozo mismo de la ciencia; se maravillaba siempre de lo que sabíamos a pesar de todo.
—Creéis que no sabéis nada, pero os equivocáis, os equivocáis, ¡sabéis muchísimas cosas! Mira, Pennacchioni, ¿sabías que lo sabías?
Está claro que esta mayéutica no bastó para convertirnos en genios de las matemáticas, pero por muy profundo que fuera nuestro pozo, el señor Bal nos llevó hasta el nivel de la barandilla: la media en el examen de bachillerato.
Sin la menor alusión, nunca, al calamitoso porvenir que, según nos decían tantos profesores desde hacía tanto tiempo, nos aguardaba.

1 comentario:

  1. El fragmento ilustra muy bien la fuerza que tuvo (no tubo) una sola experiencia en clase. Puede que no para todos, ni para todos igual, pero al menos las palabras (y los gestos) de ese profesor tuvieron (con v) eco para alguien, que luego nos las devuelve amplíficadas, como una magnífica caja de resonancia, para que podamos disfrutar con su sonido. Eso es lo que hacen los educadores: crean música. O, mejor dicho, nos dan la oportunidad para que nosotros la creemos... si dejamos de tener miedo.

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